viernes, 22 de abril de 2016

Algoritmo de los números primos

Un viejo de apariencia formal pero con calcetas verdes. Un vanguardista o un adulto inmaduro, juzgó, leyendo los titulares de la esquina. Pareció reírse de la contingencia del sector 35 aunque más jocosa era la vista desde arriba. Un montón de casas pareadas pariendo ratas que se multiplican y aparean entre los tachos de basura.
El viejo siguió su camino y Eugenio compró el diario popular. La noticia de un femicidio llamó su atención. El descuartizamiento de una joven colombiana encendió su morbo: un celópata que troza a su polola y la desparrama a lo largo de la ciudad. Cuando llegara a su casa conseguiría fotografías forenses y algunas imágenes del femicida. Carnicero talentoso pero fallido productor de cine snuff. No había visión de futuro, ni sangre fría. La pasión que mueve estos actos sobrepasa al silencio. Los femicidas terminan vomitando su crimen públicamente en algo parecido a una declaración de amor. Esto último lo obsesionaba. No la muerte sino el amor y sus posibilidades. Nunca había tenido la menor posibilidad de tomar un cuchillo contra alguien, de coordinar una venganza, ni siquiera de dirigirle la palabra a una mujer atractiva pero la empatía con el encarcelado estaba allí. Será por ello que la primera vez que pudo dar el salto en la modernidad sexual, ese extraño paso de muñecas inflables a prostitutas, terminó hablando de amor y femicidio. Una prostituta con 20 años de servicio logró contactarlo a través de internet. Coincidencias del limbo virtual. Alguien dijo algo, él retrucó una imagen y ella envió una solicitud. Un retorcido sentido del humor los unió. La gran soledad de las esquinas de nuestra aldea global.
Las experiencias amorosas de un estereotipo de violador suele ser disímiles. No importa que sean rubias, morochas o colorinas. Lo realmente importante son sus gritos y expresiones de pánico. Eugenio, pensaba en ello: la disparidad de apariencias que se homogeneniza en el miedo. Era esperanzador que el temor de pronto las humanizara y las volviese de carne y hueso. Él era el encargado de destruir las plataformas para admirar tetas y culos, de cortar las extremidades para extremar la humildad de una mujer bella. Trabajaba entre cuatro paredes y su discapacidad motora hacía casi imposible el flirteo con una damisela común. Por esto, los intentos virtuales eran como la pesca de arrastre, una labor bastante productiva pero poco amigable con el ecosistema. Las novias por la web abundaban pero eran más los damnificados por su troleo virtual. Personificaba un antihéroe fuerte, repulsivo y con un leve humor negro que hacía de su metáfora tecleante una figura temida. Por supuesto no había fotografías, ni datos reales.
Eugenio trabajaba diseñando logos en informes por internet para diversas empresas. Una especialidad forjada por el aislamiento forzado y su vocación por la soledad. Un bicho raro que leía el mundo a través de códigos, fórmulas y llamados de su madre. Para él el misterio del amor de pareja estaba más que resuelto. Lo verdaderamente importante era el sexo real, ese frenesí con texturas y olores que logra desconfigurar hasta el más complejo de los sistemas. Claro que de eso, solo rumores de la pornografía. Aprender idiomas, tutoriales de repostería y baile entretenido estaban entre sus mayores pasiones. Una casa solitaria ubicada al borde de la carretera que llevaba a la entrada del sector 5. El espacio perfecto para las más descontroladas rutinas de zumba y el exceso de azúcar. Un bazar de emergencia al final de su cuadra y visitas diarias de un vendedor de pizzas proveían su despensa. Amigos de infancia con algún posteo trimestral y familiares con llamados telefónicos breves adornaban su vida social. No obstante, al otro lado de la pantalla las cosas siempre eran más felices.
Pero salir de la casa era lo primero. Ese día de lluvia inclemente fue el escenario perfecto para el encuentro. La excusa del abrigo y unas enormes botas disimularon su descoordinación al caminar. Un colectivo veloz sirvió de práctica comunicativa. La producción de risas y la mención de temas cotidianos le dieron coraje. Evitó preguntas retóricas, malos entendidos y chistes de doble sentido. La lluvia logró camuflarlo entre los habitantes de la normalidad y por un momento se sintió feliz frente a lo que arrojaba el espejo retrovisor. Se bajó a las  afueras de un departamento. Subió el ascensor y golpeó en el número que ella le indicó. El GPS no fue necesario, el magnetismo sexual los guio. Ambos se sentaron en una mesa y pasaron tres horas de complicidad ininterrumpida.
Las historias de marginación eran finalmente reales. Él arrastrando una discapacidad y ella abusos infantiles. Nacida en un barrio pobre a fines de los ochenta, su padre la comerció para sobrevivir. Amelia se independizó, sus hermanos huyeron de la miseria y su padre sucumbió en la droga. Ella emigró y un oficio errante la llevó a conocer las regiones del país. Los viajes de ella despertaron el ímpetu explorador de Eugenio, desconocido hasta el momento. Por primera vez sintió la euforia del futuro, las mariposas estomacales que le permitirían volar a pesar del daño de sus alas. Esa tarde no hubo pagos. Compenetración con penetración lenta y asistida. Las apariencias no importaban, por fin la pantalla se apagaba para encender los sentidos de ambos. Era momento de salir, de comunicar con el cuerpo, de seguir sobreviviendo a través de una coincidencia ficcional inédita. 

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