Entonces los sacerdotes tocaron las trompetas, y la
gente gritó a voz en cuello, ante lo cual las murallas de Jericó se
derrumbaron. El pueblo avanzó, sin ceder ni un centímetro, y tomó la ciudad.
Mataron a filo de espada a todo hombre y mujer, joven y anciano. Lo mismo
hicieron con las vacas, las ovejas y los burros; destruyeron todo lo que
tuviera aliento de vida.
¡La ciudad entera quedó arrasada!
¡La ciudad entera quedó arrasada!
Josué
6: 20-21
Un llamado por las calles de Valparaíso. Un cortejo fúnebre nos invita
a unirnos para deambular en conjunto, para conocer el puerto, capital del
desastre, a través de los sentidos: un recorrido de aromas pútridos, de
arquitectura amenazante entre el carnaval de los oficios de clase baja y un
grupo de cadáveres unidos por las tripas, al ritmo de las trompetas y las tubas
de Jericó. El sonido de los bronces destruye murallas y la cuarta pared, nos
saca de la comodidad y afecta al espectador que transita en este descenso a los
infiernos. Esa es la gran virtud del montaje callejero El verdugo anda
suelto (2018), interpelar y conmover a quien se integra en la atmósfera de
la obra.
Una puesta en escena itinerante dirigida por el joven Ariel Osorio, que
en esta ocasión intervino la estructura del renovado Mercado Puerto. Un
tránsito mortuorio en un barrio apocalíptico con olor a azufre y bigoteado. Al
ingresar al edificio debimos ocupar las escalas y dar inicio al rito, desde
arriba: las perspectivas, la coordinación y el tacto se conjugaban en la
acción. La energía que se imprime en la ejecución de El verdugo es el
fiel reflejo de su organización como cuerpo social surgido en instancias de
emergencia, arquitectónica, urbana y cultural. Por un lado, un Valparaíso que
pretende escapar de la decadencia y el exceso. Por otro lado, una performance
de excesivo simbolismo en torno al resentimiento y a la hermanación que produce
el abuso entre los abusados.
La inclusión de La esquina tinta (2016) como verdaderos
narradores de la obra produce ese efecto de “rapsodización” que postula
Sarrazac pero con intenciones didácticas, porque delante de una codificación
claramente ideológica del montaje, luce una puesta en escena cercana para el
espectador y transeúnte promedio. Es finalmente el dictador alegórico que se
mueve por la obra quien orquesta y condiciona nuestra memoria histórica para
que tomemos posición política en ausencia de butacas. De estatura napoleónica
pero tan severo como Pinochet, con el patetismo piñeresco en un país de himno
desafinado. El episodio bíblico de “Las trompetas de Jericó” parece dialogar
con El verdugo. Nos demuestra que ni discurso oficial, ni el proyecto
fallido de país desarrollado puede derrotar el convencimiento de quienes
esperan con paciencia su turno.
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