martes, 25 de febrero de 2014

ENDECASÍLVICA

              El día en que la conocí yacía arrellanada a un poste de luz, clavada al suelo con los pechos al aire. Víctima, o tal vez, victimaria en alcohol su balbuceo involuntario disparaba consignas dadás contra cada uno de los mirones a la expectativa. El paradero de autos de un barrio conceptual, subida Cumming, pareció ser un buen sitio para la sobrevivencia. Allí los ojos de la calle eran mucho menos intimidantes y su estancia hasta pudo pasar por una puesta en escena.
No era una mujer descalibrada, ni mucho menos una exhibicionista autocomplaciente. No era una loca de patio, ni una alcohólica en rehabilitación. Era una poeta vieja, o más bien, una vieja poeta anegada de melancolía, trastornada por recuerdos demasiado pesados que le impedían salir a flote desde el fondo de su petaca de Amaretto. Un trago afrodisíaco para la añosa escritora, que la hacía recordar parejas de vidas anteriores y una supuesta cita que mantenía, sin su presencia por supuesto, con un ciego en un local aledaño. Vaya uno a discutir asuntos limítrofes entre realidad y ficción.
Sin embargo, sopesado el cuadro y con el momento ya difuso en el tiempo, puedo afirmar que no hubo ningún atisbo de decadencia. Una señora hasta el final, una mujer distinguida de cerveza en la calle. A pesar de los murmullos de los clientes del transporte público, a pesar de la imprudencia de la gravedad, incluso, a pesar de la empatía de las hienas callejosas de la ciudad de Valparaíso. Porque sí, Valparaíso es una ciudad de poetas aunque no se hace mucha poesía y una ciudad de perros aunque no existe la fidelidad. Perros y Poetas, Poetas-perros que ignoraban a nuestra mujer, aquella de los pechos desahuciados, encandilada por las luces de otros libros de verdad, invisibilizada por sus obras institucionales. El oficialismo que aplasta y ella que se levanta del suelo con un estertor animal, con un grito desnudo que afirma no necesitar acompañantes, que solo los pitos y el copete le dan continuidad a esa noche, a ese proyecto poético casual.
Sin pensar en las consecuencias, la tomamos del brazo y nos dirigimos a un lugar seguro, donde su naturaleza y esos pechos repletos de historia pudiesen ser en paz. No obstante, el pudor nos obligó a ponerla al tanto de sus tetas descubiertas, por lo que subió su ropaje delicadamente, no sin antes hacer un paneo pornográfico a los circundantes que miraban sin querer mirarla, incómodos pero silenciosos, con risas culposas y más de alguna pregunta.
Se llamaba Silvia Murúa y esa era una de sus carta de presentación, involuntaria y auténtica, más allá de la sobriedad, más allá de la edad, más allá de los centros de madre y los círculos literarios, más allá de la sensatez.


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