El
día en que la conocí yacía arrellanada a un poste de luz, clavada al suelo con los
pechos al aire. Víctima, o tal vez, victimaria en alcohol su balbuceo
involuntario disparaba consignas dadás contra cada uno de los mirones a la
expectativa. El paradero de autos de un barrio conceptual, subida Cumming, pareció
ser un buen sitio para la sobrevivencia. Allí los ojos de la calle eran mucho
menos intimidantes y su estancia hasta pudo pasar por una puesta en escena.
No era una mujer descalibrada,
ni mucho menos una exhibicionista autocomplaciente. No era una loca de patio,
ni una alcohólica en rehabilitación. Era una poeta vieja, o más bien, una vieja
poeta anegada de melancolía, trastornada por recuerdos demasiado pesados que le
impedían salir a flote desde el fondo de su petaca de Amaretto. Un trago
afrodisíaco para la añosa escritora, que la hacía recordar parejas de vidas
anteriores y una supuesta cita que mantenía, sin su presencia por
supuesto, con un ciego en un local aledaño. Vaya uno a discutir asuntos
limítrofes entre realidad y ficción.
Sin embargo, sopesado el cuadro
y con el momento ya difuso en el tiempo, puedo afirmar que no hubo ningún atisbo de decadencia. Una señora hasta el final, una mujer distinguida de cerveza en la calle. A pesar de
los murmullos de los clientes del transporte público, a pesar de la imprudencia
de la gravedad, incluso, a pesar de la empatía de las hienas callejosas de la
ciudad de Valparaíso. Porque sí, Valparaíso es una ciudad de poetas aunque no
se hace mucha poesía y una ciudad de perros aunque no existe la fidelidad.
Perros y Poetas, Poetas-perros que ignoraban a nuestra mujer, aquella de los
pechos desahuciados, encandilada por las luces de otros libros de verdad, invisibilizada
por sus obras institucionales. El oficialismo que aplasta y ella que se levanta del suelo con un estertor animal, con un grito desnudo que afirma no necesitar
acompañantes, que solo los pitos y el copete le dan continuidad a esa noche, a
ese proyecto poético casual.
Sin pensar en las
consecuencias, la tomamos del brazo y nos dirigimos a un lugar seguro, donde su
naturaleza y esos pechos repletos de historia pudiesen ser en paz. No obstante,
el pudor nos obligó a ponerla al tanto de sus tetas descubiertas, por lo que
subió su ropaje delicadamente, no sin antes hacer un paneo pornográfico a los
circundantes que miraban sin querer mirarla, incómodos pero silenciosos, con
risas culposas y más de alguna pregunta.
Se llamaba Silvia Murúa y esa
era una de sus carta de presentación, involuntaria y auténtica, más allá de la
sobriedad, más allá de la edad, más allá de los centros de madre y los círculos
literarios, más allá de la sensatez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario